lunes, 11 de octubre de 2010

MI VUELTA A PAMPLONA (NAVARRA)


Dejamos Olite con gratos sabores y la retina llena de la tierra de mis antepasados. Nos dirigimos a continuación a Pamplona. Una ciudad que me traía recuerdos de tiempos pasados. La primera vez que pisé esta ciudad fue allá por el año 1964, acabado mi bachiller superior. Mi hermano Fernando que trabajaba en el Diario de Navarra, como linotipista, me invitó a subir a las fiestas de S. Fermín, siempre y cuando acabara la reválida de Bachiller Superior con buena nota (no menos de ocho). Así lo hice, ante la perspectiva de visitar semejante fiesta, de reconocimiento universal.
Me pagó mi hermano la visita, por primera vez a Pamplona, durante los Sanfermines de aquel año, inolvidables para mi. Eso sí, sufrí la odisea de tardar más de 30 horas de viaje en tren. Dirán los lectores que esto lean que eso es imposible. Les diré que el tren, correo (que paraba en todas las estaciones y apeaderos), salió de Jaén a las 8 de la tarde y llegó a Pamplona a las 2 de la madrugada de dos días después. Además, como no había mucho dinero, hice el viaje en tercera, con esos vagones tan “cómodos” de madera a rayas. En fin, una “delicia” de viaje. Tuve tiempo de leer, dormir, hacer amistades, conocer paisajes, tragar humo y, sobre todo,”acabar con las posaderas más duras que una piedra”. No obstante el agradecimiento a mi hermano por poder correr delante de los toros, disfrutar de la fiesta y de la gente. Luego, más tarde, volvería a Pamplona, de nuevo a los sanfermines a disfrutarlos realmente, con otros ojos.
Llegamos a la ciudad a la hora del mediodía, justo a la hora de comer, pero nos dio tiempo, antes de empezar a andar por las calles de la ciudad, de conocer S. Nicolás, el paseo de Sarasate, S. Fermín. Nos decidimos por comer en el mismo hotel donde nos alojábamos, muy bien por cierto, y bastante económico. Por eso voy a decir su nombre. El hotel Maysonnave. Un poco de siesta, porque la tarde iba a ser larga. Comenzamos por visitar la catedral. El claustro, bello, nos recibió con una gran sorpresa: Una magnífica colección de objetos musicales de tiempos remotos. Admiramos un cristo del siglo XIV, inicio del gótico, al igual que las puertas de entrada al claustro y el sensacional calvario.
Un paseo por la calle mayor y aledaños, nos llevó al Palacio de Redin y Cruzat, y a numerosas iglesias de diferentes estilos, como S. Saturnino, Santo Domingo, S. Lorenzo. La cuesta de Sto. Domingo, célebre por la salida de los toros en las corridas, fue otro lugar, junto con Mercaderes, Estafeta, Teléfonos y bajada de la Plaza. O sea, el recorrido de los encierros de S. Fermín; ese que recorrí hacía ya tantos años, ahora lo hacía andando, al lado de la mujer que quiero, tranquilo, pero saboreando cada sitio y lugar y recordando los sitios, los lugares dónde estuve hacía ya la friolera de 46 años, de la primera vez que visité Pamplona. Casi nada. Una vida entera y aún quería volver para vivir otra nueva vida, de otros 46 años al lado de la mujer querida.
Cansados de semejante trajín y de tanto andar, nos sentamos en el lugar lógico para todos aquellos que visitan Pamplona, la Plaza del Castillo, en el café Suizo y allí nos tomamos algo fresquito, descansamos los pies, la mente y nos dedicamos a ver pasar la gente y hablar de las cosas que habíamos visto hasta ese momento. El balance fue bueno. Había merecido la pena.
De allí nos trasladamos a los alrededores de la calle Mayor y llegamos hasta el ayuntamiento. Me compré un sombrero Panamá, del que llevaba tiempo enamorado. Además lo hice en una tienda, la misma dónde hacía muchos años me compré el pañuelo de la Peña La Chantrea, la peña donde estaba mi hermano. He de decir que el color de ese pañuelo no es el típico rojo, sino verde; algo que caracteriza a los de esa peña en exclusiva.
Otro paseo por los parques de Pamplona nos llevó hasta La Taconera y La Ciudadela. En el primero la imagen de la Mari Blanca, una figura muy popular en Pamplona y en el segundo las sendas peatonales nos dejaron una muy grata impresión de la ciudad de S. Fermín.

Cándido T. Lorite